El
silencio es absoluto. Allá en la cocina del restaurante todo se detuvo cuando
el chef, borracho como una cuba cayó haciendo un monte de ollas volcadas,
platos rotos y espaguetis humeantes. Un muchachito se lleva las manos a la cara
y suelta un llanto avergonzado mientras huye por el pasillo de la puerta
trasera.
Era todo un collage
en el asfalto: Pasta batida y otras dotaciones alimentarias. Parecía de ésas
guerras de televisión en aquellos programas tontos de fin de semana donde desperdician
la comida batiéndose en ella. El muchacho yacía en un pedazo de banqueta
sentado, fusionándose con la oscuridad, pensante, abstraído a la vez. Sus dedos
delgados en la cara, sus manos blancas y su cabello negro azabache con los
pequeños rizos que resbalaban en su frente, y su boca con un tono vivificante carmesí.
Había dejado de llorar junto con ésa sensación en la que se sube el calor a la
cara y las mejillas y te delatan por su tono rojizo cuando, de manera u otra,
quisieras que la tierra se abriera en dos y te tragara en vida, con el único
fin de desaparecer.
Decidió volver, se levantó de su asiento y se
encaminó hacia la puerta, el olor a comida preparada, el aroma característico
de un restaurant de comida italiana llenaba sus pulmones mientras avanzaba al
lugar del incidente, el piso parecía más limpio que cuando había salido; no
había nadie más que la chica de cabellos castaños, una hermosa chica que
cocinaba la comida junto con el dueño, ahora ausente. Ayudó a limpiar mientras
se acomodaban las cosas para el día siguiente. Cuando terminó se despidió de su
colega, y salió por la puerta trasera tomando su bicicleta.
Hermosa
noche aquella. Sensible, iluminada. Los rayos de la luna cubriéndolo como un
escudo, dándole vitalidad a esos cabellos negros, haciendo arte con su piel
blanca. En el puente, el agua reflejaba la luna como un gran espejo y el agua tenía
un ligero movimiento circular. había personas en aquel puente, en su mayoría
parejas, el caballero y la dama tomados por el brazo mirándose como enamorados,
caminando, aplanando el piso, dando vueltas interminables, con sus pláticas
amenas, escuchando las sonrisas, y el piso brillando en las pupilas, es la hora
perfecta para mecer los sentimientos en la cuna abstracta de la luna.
Terminando su paseo por el pequeño parque y el
puente de los enamorados, su bicicleta avanza por las calles solitarias, unos
juegan futbol en la calle. En la esquina de la última calle a la izquierda está
el típico coro que se une con cada anochecer; ama oírlos quedarse allí un rato
y escuchar sus melodías, transportándose, imaginando…sin duda los coros de
negros, es lo mejor que hay.
Su corazón comienza a declinar, es el momento de
sentimientos encontrados y de reflexiones profundas, como de esas que se dan
con el silencio y la soledad.
Su bicicleta aún avanza, ya falta muy poco para
llegar a casa, mientras su pensamiento inhala señales ciegas. Sus ojos
abiertos, atentos a la noche, atentos a cualquier gesto nocturno que quisiera
encontrar, ya hace frío y sus rizos se mueven con la voz del viento, hay un gato espectador entre
las tejas de la casa del vecino, el gato de siempre el que lo espera por las
noches. Las ruedas de la bicicleta por fin se detienen, al final de la calle a
las afueras de la ciudad.
Y se despide de la luz lunar, sus dedos delgados
escriben entre los aires letras en cursivas, al parecer. El cerrojo de la
puerta rechina antes de ser abierto, y antes de caminar hacia adentro, besa la
oscuridad de la noche, viéndola partir.
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