Mujercitas, Louisa May Alcott.
Josephine March no fue jamás
una niña normal; nacida en el seno de una familia numerosa y con dificultades
económicas, sufrió también durante algún tiempo la ausencia del padre, a causa
de la guerra civil norteamericana. Mientras su madre procuraba el sustento y
sus hermanas crecían aprendiendo todo lo que una mujercita debería saber,
ella se dedicó a hacer, exactamente, aquello que no se esperaba que hiciera.
A
pesar de las circunstancias, durante algún tiempo las hermanas March gozaron
del privilegio de asistir a la escuela, lo cual produjo en Jo, efectos
impensables para su tiempo y su género. A diferencia de todas las chicas a su
alrededor, ella no vislumbraba siquiera la idea de formar una familia y
dedicarse con recalcitrante devoción al cuidado del hogar. Es más, teniendo un
pretendiente ideal a la vista de todos y más que dispuesto a lidiar con su
carácter rebelde (claro, con la oculta esperanza de que el tiempo domara sus
ímpetus), Jo simplemente se hizo de la vista gorda y dejó pasar de largo
aquella magnífica oportunidad. Sus hermanas, en cambio, además de sufrir las
femeninas angustias que produce ser invitada (o también no serlo, por supuesto)
a un baile o a un viajecito a la ciudad más próxima (ocasiones ambas,
típicamente propicias para los arreglos matrimoniales, disfrazados de
enamoramientos súbitos, tan comunes en ésa época), se esmeraban también en
invertir todas sus energías en los afanes hogareños o en las gracias artísticas
a su alcance.
La
lectura vespertina de narraciones melosas (así las
calificaba Jo, cuando no podía imponer las cosas que a ella realmente le
gustaban), hacían brotar de las chicas, soñadores suspiros, delicados y
brillantes, como cuando deshaces un “diente de león”, a contra luz del ocaso. Y
ese rato, al calor de las últimas brazas del fogón, el libro en turno se volvía
el centro de atención de todos los habitantes de la casa; en ocasiones, la
llegada de una carta del padre, hacía de ese momento un rito casi litúrgico;
leían y releían insistente e insaciablemente, las afectuosas palabras,
cuidadosamente elegidas y sacudidas de cualquier rastro de pólvora, que pudiera
hacerles recordar a las destinatarias, el triste sitio del que provenían. Al
menos, eso imagino que pensaba su autor, porque ser padre nos vuelve así,
obsesivos limpiadores de desgracias para nuestros hijos.
Este
libro, tuvo un significado especial para mí; fue una de las primeras
narraciones que llegaron a mis manos y, a causa de una travesura que ni
siquiera recuerdo, se convirtió en el primer síntoma del padecimiento crónico
(hedonismo sería un término más preciso) que tengo enraizado en mis genes, por
los libros. Estoy casi segura, que la compra de un nuevo ejemplar (pues el
original fue retirado de mis manos, en castigo, por eso que no puedo recordar)
fue el inicio de mi “portafolios de inversión bibliográfico”. No creo poder
particularizar, ni siquiera en una breve lista (de varios kilómetros), los
libros que más me han gustado, pero sí puedo decir cuán importante fue darme
cuenta que desde tan temprana edad, la lectura fue un asunto de suma
importancia para mí (así es, yo tampoco soy una niña normal).
Al
correr del tiempo Jo y sus hermanas formaron sendas familias, eso sí, cada
quien a su estilo (como era de esperarse); pero el tránsito de cada una de
ellas hasta ese punto, incluyó algunas sorpresas, de las que vale la pena
enterarse de primera mano. La publicación de esta novela (1868) marcó una
revolución en la definición de los personajes femeninos y sirvió de inspiración
para que muchas mujeres ampliaran sus horizontes.
Fabiola Camargo Díaz
Conalep Puebla, Dirección
General.
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