lunes, 5 de noviembre de 2012

¿Lees lo que leo? 63


Mujercitas, Louisa May Alcott.

Josephine March no fue jamás una niña normal; nacida en el seno de una familia numerosa y con dificultades económicas, sufrió también durante algún tiempo la ausencia del padre, a causa de la guerra civil norteamericana. Mientras su madre procuraba el sustento y sus hermanas crecían aprendiendo todo lo que una mujercita debería saber, ella se dedicó a hacer, exactamente, aquello que no se esperaba que hiciera.

A pesar de las circunstancias, durante algún tiempo las hermanas March gozaron del privilegio de asistir a la escuela, lo cual produjo en Jo, efectos impensables para su tiempo y su género. A diferencia de todas las chicas a su alrededor, ella no vislumbraba siquiera la idea de formar una familia y dedicarse con recalcitrante devoción al cuidado del hogar. Es más, teniendo un pretendiente ideal a la vista de todos y más que dispuesto a lidiar con su carácter rebelde (claro, con la oculta esperanza de que el tiempo domara sus ímpetus), Jo simplemente se hizo de la vista gorda y dejó pasar de largo aquella magnífica oportunidad. Sus hermanas, en cambio, además de sufrir las femeninas angustias que produce ser invitada (o también no serlo, por supuesto) a un baile o a un viajecito a la ciudad más próxima (ocasiones ambas, típicamente propicias para los arreglos matrimoniales, disfrazados de enamoramientos súbitos, tan comunes en ésa época), se esmeraban también en invertir todas sus energías en los afanes hogareños o en las gracias artísticas a su alcance.

La lectura vespertina de narraciones melosas (así las calificaba Jo, cuando no podía imponer las cosas que a ella realmente le gustaban), hacían brotar de las chicas, soñadores suspiros, delicados y brillantes, como cuando deshaces un “diente de león”, a contra luz del ocaso. Y ese rato, al calor de las últimas brazas del fogón, el libro en turno se volvía el centro de atención de todos los habitantes de la casa; en ocasiones, la llegada de una carta del padre, hacía de ese momento un rito casi litúrgico; leían y releían insistente e insaciablemente, las afectuosas palabras, cuidadosamente elegidas y sacudidas de cualquier rastro de pólvora, que pudiera hacerles recordar a las destinatarias, el triste sitio del que provenían. Al menos, eso imagino que pensaba su autor, porque ser padre nos vuelve así, obsesivos limpiadores de desgracias para nuestros hijos.

Este libro, tuvo un significado especial para mí; fue una de las primeras narraciones que llegaron a mis manos y, a causa de una travesura que ni siquiera recuerdo, se convirtió en el primer síntoma del padecimiento crónico (hedonismo sería un término más preciso) que tengo enraizado en mis genes, por los libros. Estoy casi segura, que la compra de un nuevo ejemplar (pues el original fue retirado de mis manos, en castigo, por eso que no puedo recordar) fue el inicio de mi “portafolios de inversión bibliográfico”. No creo poder particularizar, ni siquiera en una breve lista (de varios kilómetros), los libros que más me han gustado, pero sí puedo decir cuán importante fue darme cuenta que desde tan temprana edad, la lectura fue un asunto de suma importancia para mí (así es, yo tampoco soy una niña normal).

Al correr del tiempo Jo y sus hermanas formaron sendas familias, eso sí, cada quien a su estilo (como era de esperarse); pero el tránsito de cada una de ellas hasta ese punto, incluyó algunas sorpresas, de las que vale la pena enterarse de primera mano. La publicación de esta novela (1868) marcó una revolución en la definición de los personajes femeninos y sirvió de inspiración para que muchas mujeres ampliaran sus horizontes.

Fabiola Camargo Díaz

Conalep Puebla, Dirección General.

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