Fue
en Japón, una ciudad con varios pueblos pequeños pero
hermosos; Ahí es donde sucedieron estas cosas felices por un tiempo, y tristes después.
En esta ciudad, vivía una señora llamada Paula, no mayor a veintinueve años,
era de pelo rizado, ojos azules y con unos labios súper rojos así como una
manzana. Pero algo desafinaba en su rostro, la amargura. Cada vez que alguien
le sonreía, prefería enojarse y ni siquiera dirigirles la mirada.
Siempre ha sido muy tímida y callada, pocas son las veces
que le ha sonreído a la vida, su mayor y único deseo ha sido encontrar al
príncipe perfecto que la haga feliz y que le ayude a volver a sonreírle a todo
mundo, pero aunque vivía con ese sueño, no creía en el amor, ya que su
matrimonio no funcionó, y su esposo la dejó embarazada casi a punto de dar a
luz. Cuando más necesitaba de él desapareció sin dejar explicación.
Su lema de siempre hacia los hombres era “sapos si,
príncipes no” cada vez que veía un hombre repetía su lema hasta donde quería. Aún así sólo uno
sería el hombre perfecto para cambiarle la vida por completo, pero se guardaba
las especificaciones que debería tener su príncipe azul, a nadie le contaba
cual era el tipo de hombres que le gustaban. Ignoraba a cada hombre que quería
hablarle, no quería ni su amistad. ¡Cómo era posible!, buscando a su príncipe
azul no se da la oportunidad ni de tener una sencilla amistad; se negaba a
todo, por eso nadie la entendía.
Habitaba en una casa enorme, parecida a un castillo, pero
lo malo es que estaba muy deteriorada, las paredes y los pisos estaban
cuarteados. La acompañaban tres personas, su hija Eva María, su sobrina Olga y
su hermana Florentina. ¡Eran todo un desastre! Su hija se la pasaba todos los
días escuchando música, sin importarle la escuela, su hermana Florentina
tejiendo servilletas junto a la televisión, y su sobrina era casi parecida a la
bella durmiente, se la pasaba todo el día durmiendo, no se levantaba ni
siquiera para ir a comer.
A diferencia de Paula, que le gustaba trabajar mucho, se
dedicaba a cuidar ganado. Le gustaban mucho los animales, en especial las vacas
y los caballos. En tiempo de lluvias, el ganado estaba perfecto para ser
ordeñado, así que ella las ordeñaba y se dedicaba a vender queso y leche en el
mercado del pueblo. Nadie se explicaba porqué teniendo tanto dinero heredado de
sus padres, tuviera su casa tan descuidada, y encima tener que ordeñar ganado,
todos pensaban que tenía un problema mental, su vida era muy rara.
A ella le parecía algo normal y divertido, porque se
dedicaba la mayor parte del día al cuidado de sus animales. Sus hábitos diarios
eran: por la mañana, levantarse muy temprano para ordeñar, y así llevar a
vender la leche recién salida de la ubre de las vacas, se apresuraba para que
poco antes de que saliera el sol, llegara al mercado antes que los demás y así
terminar de vender mucho más rápido. Una vez terminando de vender se iba a su
corral a pastorear sus vacas para no descuidarlas y así produjeran mucha leche.
Por la tarde, una vez oculto el sol, regresaba a su casa para asearse
personalmente e irse a descansar. Ése era el reproche de su hija: que nunca le
dedicaba tiempo ni siquiera para tener una conversación; lo mismo le decían su
hermana y su sobrina, quienes a pesar de
estar viviendo en esa casa la trataban muy mal, lo mismo le hacían a su hija,
pero como ella nunca tenía tiempo de estar en casa, no se daba cuenta de la
situación de vida de su hija.
Paula cada vez se deprimía más, no sabía qué hacer, ni
cómo hacerle para acercarse a su hija, ya que las dos se negaban a convivir
juntas, por eso ambas no sabían nada acerca de sus vidas.
Un día normal como cualquier otro, Paula salió muy
temprano con los hábitos de siempre, hasta llegar al momento de terminar de
vender en el mercado, iba para su corral cuando de pronto, en el fondo de su
corazón, algo la llamaba, sentía una angustia tan grande que le decía que tenía
que regresar de prisa a su casa, su corazón de madre le hizo sentir una
inquietud en su interior. Entonces, ansiosa y preocupada regresó lo más rápido
que pudo a su casa, al llegar, se encontró una gran sorpresa, una impresión muy
triste: se dio cuenta de que no había ningún rastro de su familia, sólo había
una carta, era de su hermana, y decía:
“Estas cosas solo les pasan a las tontas como tú, que no
saben cuidar a su familia, sobre todo a las de su propia sangre. Siento decirte
que no fuiste suficiente madre, ni suficiente esposa para hacer feliz a tu
marido y a tu hija, qué lástima por ti que no supiste aprovecharlo, ahora te
diré que tomaré tu puesto y el de tu querida hija, y ¿sabes cómo?, pues mira,
viajaré con tu esposo a la cuidad de New York, ahí formaremos nuestra propia
familia y seremos muy felices, recuperaremos la felicidad juntos, única que tú
no supiste darle, que lástima que nunca te diste cuenta de que tu esposo y yo
siempre estuvimos en contacto. Y por último, te diré que en el closet de tu
cuarto te deje un regalito “disfrútalo”.
Atte:
Tu querida hermana y tu sobrina.
La
pobre no pudo contener sus lágrimas, quedó en shock por un momento, cuando
reaccionó, corrió angustiada en dirección a su cuarto, y al abrir su closet….
¡el cuerpo de su hija! Cubierto en sangre, con su corazón en alto, ¡no daba ni
un solo latido! Ya era demasiado tarde, su vida había llegado a su fin de la
manera más cruel.
Desde ese momento su vida se volvió la peor de todas, en
su interior su corazón se hizo en mil pedazos, y sus lágrimas no podía
contenerlas.
Así pasaba el tiempo, y ¿qué ganas le quedaban para vivir?,
estando sola, triste y deprimida. Fue un día miércoles, que su esperanza de
volver a sonreírle a la vida quedó sepultada en el más profundo olvido. Nunca
más volvió a sus hábitos diarios, y vivió el resto de sus días oculta en su
casa, esperando el día en que Dios la llamara, y así encontrarse con su hija y
reconciliarse y recuperar los momentos felices que pudieron haber pasado
juntas. Esa era la única esperanza que sobrevivía en su interior aún después de
la muerte.
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